En primer lugar debemos partir de la existencia de dos grandes órdenes: el Derecho Civil y el Derecho Penal. Avanzando por el campo de éste último, el principio acusatorio impera junto con el principio de legalidad, que obliga a los distintos intervinientes hasta lograr una resolución definitiva sobre la existencia del delito y la pena aplicable.
Entendemos la fase de instrucción como aquel proceso en el que se clarifican las circunstancias de un hecho aparentemente delictivo, comprendido como un proceso de averiguación para la preparación del juicio oral o excluir su celebración. Según lo establecido en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el Juez de Instrucción tiene asignada la potestad de instruir. Por su parte, el Fiscal correspondiente se encargará de la promoción de la acción penal, la inspección y el control de la legalidad de dicha instrucción. Resulta evidente que el Fiscal sea el encargado de velar porque las diligencias restrictivas de derechos fundamentales se ajusten a los parámetros constitucionales. En el artículo 24.2 CE se establece que todas las personas tienen derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías. Sin embargo, ¿crea el proceso de instrucción una dilación indebida en el procedimiento judicial? Tanto en el sistema americano como en el londinense no existe la fase de instrucción. ¿Nos encontramos entonces ante la necesidad de un proceso de reforma penal ante el colapso que sufre la justicia en el contexto actual?
La política legislativa del proceso penal dispone de un cierto grado de dificultad en cuanto al modelo acusatorio. Si la acusación proviniese del Ministerio Fiscal esto supondría un profundo cambio en cuanto a la planta judicial, puesto que desaparecerían los jueces instructores. Llegados a este punto sería el Fiscal, sometido al poder ejecutivo, quien llevase a cabo las labores de investigación. Si finalmente se adoptase dicho modelo acusatorio, tipo americano, traería como consecuencia una profunda reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Actualmente, la fase instructora tiene una sobredimensión que termina oscureciendo el propio enjuiciamiento. Es evidente la necesidad de llevar a cabo procesos penales rápidos, eficientes y de una duración instructora considerable sin violar las garantías judiciales.