Por asombroso que pueda parecer, más de una estadística revela que en torno al 15% de los menores no son hijos biológicos de su supuesto padre. La comprobación de una realidad tan amarga gracias a los avances de la genética es, a día de hoy, un motivo de divorcio que en épocas pasadas, por falta de medios técnicos, no se contemplaba. En ese sentido, recibí hace algún tiempo una consulta acerca de un asunto relacionado con una negativa judicial a la realización de unas pruebas de paternidad. El interesado pretendía averiguar a instancias suyas -y aquí estriba la novedad- si era el padre biológico de un niño. Lo normal en estos casos es que los varones se nieguen a colaborar en el esclarecimiento de su condición, de modo que me resultó sorprendente enfrentarme al caso contrario.
No es infrecuente toparse con individuos que, al negarse a reconocer legalmente a sus descendientes, aboquen a la mujer a acudir a la vía judicial. Por lo tanto, no está de más clarificar algunas ideas acerca de un tema tan espinoso. La descendencia de las mujeres es siempre clara e identificable, cuestión que no ocurre con la de los varones. Dicho de otro modo, la maternidad es un hecho, mientras que la paternidad es una mera presunción. El Derecho ha intentado, con mejor o peor fortuna, solventar cuantos extremos han ido surgiendo en torno a una delicada materia que afecta, al menos, a tres bandas: la madre, el padre y el vástago.
En las demandas de paternidad es el propio demandante quien está obligado a acreditar una serie de indicios que doten de cierta eficacia probatoria a los hechos que van a constituir el centro de su pretensión. Complemento imprescindible a dichos indicios es la realización de las pertinentes pruebas biológicas que certifiquen la relación parental a demostrar. En concreto, la prueba de ADN posee una efectividad cercana al 99,9% y, en cuanto a su eficacia procesal, supera sin discusión al restante material probatorio esgrimido. Sin embargo, y aunque se dicte una orden judicial expresa, no existe medio coercitivo alguno que pueda obligar a un individuo a la realización de la citada prueba, que suele consistir en un frotis bucal o en un análisis capilar.
Es indudable que esta clase de procesos sitúa a los afectados ante un conflicto de derechos y de bienes jurídicos protegidos que las leyes correspondientes tratan de armonizar. Por un lado, se alza el derecho filial a conocer la propia identidad y a obtener los apellidos y la herencia que le pertenecen. Esta acción puede ejercerse durante toda la vida, aunque durante la minoría de edad debe efectuarse a través de un representante legal o del Ministerio Fiscal. Por otro, se halla el derecho de la madre a clarificar la paternidad de su criatura. Y, por último, el derecho del supuesto padre a la integridad física, al honor, a la intimidad y a la privacidad.
Conviene resaltar que, si la negativa de éste a la investigación es injustificada, los tribunales podrán equipararla a una confesión presunta. De hecho, el propio Tribunal Constitucional ya se ha manifestado al respecto, afirmando que «el derecho a la integridad física y a la intimidad personal no se infringe cuando alguien debe someterse a una prueba prevista en las leyes y acordada razonablemente por un juez». Tampoco hay que olvidar que la vigente Constitución Española equipara a todos los efectos la filiación de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales.
En conclusión, lo verdaderamente relevante en este sensible asunto es constatar que el TC no avala en ningún caso una declaración de paternidad basada única y exclusivamente en la negativa del demandado a someterse a las pruebas biológicas pertinentes. Para evitar reclamaciones carentes de base, también es requisito sine qua non la concurrencia de otros indicios fehacientes que corroboren la relación mantenida por la pareja y que dio origen al nacimiento del descendiente de ambos.